lunes, 28 de julio de 2014

Historias del Cementerio de Chillán

La muerte y sus contradicciones terrenales

Ya no se escuchan los cascos de los caballos ataviados de negro llevando los coches fúnebres, pero las carrozas siguen llegando a diario y las tumbas en el Cementerio Municipal de Chillán proliferan. Desde su inauguración en 1902 ha recibido a más 250 mil muertos, entre ellos los cuerpos anónimos de los fallecidos en el terremoto de 1939, los restos de una famosa madama y la tumba de cuatro hermanas asesinadas por su aristocrático progenitor. Las historias que a continuación conocerán nunca antes habían sido develadas, hasta hoy.

p. Úrsula Villavicencio y  Marcia Castellano





Hasta en la muerte la segmentación por barrios está presente: los árboles bien peinados, las amplias avenidas y el pasto recién cortado rodean los lujosos mausoleos decorados con mármoles, vitrales y esculturas del Cementerio Municipal de Chillán. Quebrando el espacio aparecen los bloques de nichos separados por pasillos estrechos, al igual que las casas pareadas y los edificios urbanos en bloque. Más allá comienza la heterogeneidad y se aprecia la simpleza de las tumbas sobrias pero bien ornamentadas, en coexistencia con la precariedad de las tumbas a las que se llega por senderos barrosos. Se trata de lechos de tierra cercados por rejas o deslindes imaginarios que se pierden entre la voraz maleza. Imposible no conmoverse con el desolador colorido del patio de los angelitos, donde la ternura y el dolor cohabitan entre esas cunas de tierra cercadas por rejas de madera, plenas de juguetes, remolinos y flores. Como en la vida de carne y hueso, en el cementerio también confluyen todas las contradicciones sociales.







EL DUELO INCONCLUSO
En el patio Nº3, cubierta por jardines, se encuentra la enorme fosa común donde fueron depositadas las víctimas del terremoto del año 1939. A un costado, el “Monumento a los caídos” de la escultora Helga Yufer Kowald custodia el espacio con su inquietante belleza.
El historiador Marco Aurelio Reyes Coca, decano de la Facultad de Educación y Humanidades de la Universidad del Bío-Bío, atesora el testimonio de un testigo directo de esos sucesos, Octavio Flores Castelli. Este chillanejo recién egresado de la Escuela de Suboficiales, fue destinado a Chillán con la misión de despejar las calles de la ciudad repletas de escombros y cadáveres. Para levantar a los fallecidos de 1939, que ya era una necesidad imperiosa de orden sanitario, debieron requisar todos los móviles (carretas) que había en la ciudad. Según relató a Reyes Coca, la mayoría de los cuerpos recogidos no tenía identificación, a menos que sus parientes los entregaran identificados, aunque en muchos casos había muerto toda la familia dificultando la labor. Las crónicas de la época hablan de 28 mil personas fallecidas que fueron a parar a la fosa común del Cementerio Municipal, cifra que en realidad es indeterminada pues no quedó el registro de defunción de todos ellos.
Con una magnitud de 7,8 grados Richter y 10 en la escala de Mercalli, la destrucción de la ciudad fue casi total. Nuevas construcciones se levantaron sobre sus vestigios y bajo la tierra quedaron los restos de quienes no fueron recogidos por nadie, o de otros que fueron inhumados en el  patio de la casa en espera de una mejor oportunidad para darles “digna sepultura”, oportunidad que nunca llegó. 

Una experiencia poco común respecto a esta realidad, fue vivida por un grupo de personas entre los años 1992 y 2008. El matrimonio compuesto por Eugenio González y Elena Osorio, llegó a vivir a Chillán desde Santiago con el objetivo de formar una comunidad de adherentes al movimiento Gnóstico Internacional. Esta agrupación tenía el propósito de enseñar una forma de vida para el crecimiento personal y el desarrollo de capacidades cerebrales que tendríamos todas las personas, lo cual se lograría a través de ciertos ejercicios mentales.

Desde su arribo han habitado en varias casas y en todas dicen haber recibido revelaciones. Ellos aclaran que no se trata de fantasmas, más bien de la percepción de ciertas energías cuando los iniciados se encuentran en estado onírico o de meditación.  “Las casas nos contaban sus vivencias a través de los sueños, las que fuimos comprobando a medida que pasaban los años. A veces soñábamos lo mismo: una señora que atesoraba una cajita bajo la almohada; un señor elegante que buscaba a su hija; un hombre vestido con hábitos que tenía una cicatriz en el cráneo. La lista de sueños recurrentes es larga. Sueños que luego comentábamos con mi marido. Quisimos averiguar acerca de todo esto y empezamos a preguntar a vecinos mayores y en algún registro de las construcciones originales. Para resumir, todas estas historias tenían un punto en común: el terremoto de 1939, la manera violenta en que murieron muchos y el manejo posterior de sus restos. Con la mortandad de enero de 1939, no hubo tiempo para ritos ni ceremonias, esa fue una conclusión que creemos marca de una manera a esta ciudad”, comenta Elena Osorio. Para cumplir el rito, agrega, formaron un grupo de oración con personas de distintas religiones y solicitaron al Obispado de Chillán que se realizara una misa. “Podemos cambiar la influencia que cargamos de ese dolor ajeno, que hacemos nuestro en lo cotidiano, sin darnos cuenta.  Mover esa energía, liberar esa historia, ese es el propósito”, concluye.


 VECINA NON GRATA
“Hay que entender que se produce un quiebre en el Cementerio de Chillán causado por el terremoto de 1939, por lo que no hay registro de los dueños de las sepulturas anteriores a eso. Por lo demás, quedan pocos mausoleos anteriores a esa época”, nos explica el director del Cementerio Municipal, Gustavo Martín, quien aclara que el bloque de nichos conocido como “los terremoteados del 39”, fue demolido y los difuntos fueron trasladados a otros sectores dentro del mismo recinto. “Nunca hubo un pensamiento patrimonial para preservar el cementerio”, acota el funcionario.






Uno de los pocos panteones que resistió al fuerte sismo pertenece a una conocida madama del siglo pasado. Llamativo y a lo grande, como posiblemente fue la vida de su propietaria, es el aspecto del gran mausoleo que tiene inscrito el nombre de “Sabina Navarrete 1912”. Se trata de la conocida “Tía Sabina Navarrete”, dueña de la casa de remolienda más elegante de Chillán de aquel entonces. Quizá su mausoleo se inspiró en su mítico palacete ubicado en Purén con Arauco, sitio donde hoy se ubica el Servicio de Salud.






A través de la reja de hierro forjado puede verse una virgen quebrada en el suelo, lápidas partidas y plumas de palomas. En resumen, su tumba es como el burdel a la mañana siguiente de la juerga, pero una mañana que se quedó suspendida en el tiempo.
Es de imaginar el escándalo que se habrá generado en 1912 cuando la connotada regenta, la misma que llevaba en calesita a sus “niñas” para exhibirlas en las quintas de recreo de Chillán Viejo, se construyó un mausoleo con mármoles rojos y cúpula, justo entre los panteones de las familias más ilustres de la ciudad. A diferencia de los demás, ella puso en el frontis su nombre, apellido e iniciales “SN” forjadas, para desafiar sin miramientos a sus ricos vecinos del patio Nº1, que la repudiaban tanto por su licenciosa vida como por haberse enamorado de un hombre veinticinco años menor.

La testigo más cercana a esta historia de amor es una mujer que avanzada edad quien,  a través de su hija María, nos revela algunos pasajes de la vida de Sabina Navarrete. María, relata que su abuela y su madre – hoy de 90 años, a quien llamaremos Ana -, llegaron del campo a casa de Sabina en la década de 1920; la primera como asesora del hogar, mientras que la pequeña Ana iba solo de visita a la residencia ubicada en Arauco con Maipón. En ese entonces Sabina vivía con un hombre de origen francés, hijo de un relojero avecindado en la ciudad, que se había emparejado con la mujer cuando él apenas tenía 14 años y ella cerca de 40. La decisión del joven inmigrante causó la indignación y el quiebre definitivo con su familia, entonces Sabina se transformó en su amante y madre adoptiva. A partir de ese momento, la mujer se alejó de sus quehaceres en el burdel y se dedicó a la filantropía. “Era muy humanitaria y ayudaba mucho a las iglesias. La gente la quería mucho, pero también le tenían mucha envidia”, dice María trasvasijando lo que su madre le contó. 

La ex madama y el francés estuvieron juntos durante casi 20 años, sin haber contraído matrimonio, hasta que un cáncer al estómago interrumpió el idilio. Sabina Navarrete Pasarina murió el 17 de noviembre de 1937. Le hacen compañía en el sepulcro su padre Juan, fallecido en 1905 (probablemente trasladado desde el cementerio Parroquial) y María, la madre, muerta en 1914.

Pero la historia no termina ahí. El francés mantuvo el luto durante una década hasta que contrajo matrimonio con Ana, la misma mujer que nos transmitió esta historia en voz de su hija. María bien pudo ser hija de Ana y el francés, pero de esta unión solo nació un descendiente porque a los siete años de la boda el hombre murió. Sus restos no descansan junto a Sabina Navarrete pues nunca fue su marido ni su heredero, ya que todos los bienes de la madama habían sido puestos en vida a nombre de él. Por esta razón, hoy en día en este mausoleo no queda ni el fantasma de una flor ni alguien que se haga cargo de reparar sus muros fisurados. El paso del tiempo hará lo suyo sin que un alma se apiade del recuerdo de esta mujer de origen humilde, oriunda de Mulchén, que comenzó como modista en el Ejército y terminó convertida en la más connotada madama de Chillán.


CUATRO CRIMENES Y NI UN CULPABLE
Tras una reja de herrumbroso hierro forjado y abriéndose espacio entre las telarañas, es posible divisar seis lápidas blancas al interior del mausoleo levantado en 1905, todas con data de muerte anterior al terremoto de 1939. Llama la atención que en dos de ellas estén inscritos dos nombres en cada una: Delfina y Margarita, María y Raquel. Ambas sepulturas tienen grabada la misma fecha de muerte: 10 de mayo de 1922. Se trata de la triste historia de las cuatro hermanas Ramírez Prunes, asesinadas por su propio padre, Francisco Ramírez Ham.

El mito urbano se ha encargado de contar esta historia y de sazonarla con  telenovelescas escenas. Algo tienen de cierto. Sin embargo, el siguiente relato no corresponde a la fértil inventiva popular, sino a hechos documentados directamente en el Archivo Judicial, Registro Civil, diarios de la época e información recabada en el Cementerio General de Santiago.   
“La tragedia de ayer conmueve profundamente a la ciudad”, titulaba el diario La Discusión del jueves 11 de mayo de 1922. No era para menos, si al crimen se sumaba que el hechor era un ex diputado por Chillán electo en el periodo 1912-1915, militante del Partido Liberal, el reconocido hombre de negocios Francisco Ramírez Ham. Según se ha indagado, Ramírez también participó en una sociedad conformada por insignes señores que se hicieron cargo del diario La Discusión a partir de 1907, al morir repentinamente el propietario de ese entonces, Ángel Custodio Oyarzún. Posteriormente se sucedieron nuevos dueños en sociedades por acciones.






Nacido el 4 de junio de 1882, heredó la cuantiosa fortuna de su padre, Isaías Francisco Ramírez (1852-1910), este último vinculado a obras de beneficencia. Con mérito y trabajo incrementó sus bienes, llegando a convertirse en uno de los más acaudalados hombres de negocios de la época en Chillán. Pero los desaciertos empezaron a sucederse y vio la ruina financiera en su horizonte cercano, a tal punto que se vio obligado vender algunas de sus propiedades, como el molino “San Pedro”, donde residía (ubicado en el camino al Cementerio Viejo o Parroquial, cerca del actual consultorio Violeta Parra) y el molino “Wicker” (en Avenida Collín). Sin embargo, no pretendía eludir sus deudas y estaba en conversaciones con sus numerosos acreedores para encontrar un acuerdo.

En un extenso reportaje publicado por el rotativo hace casi cien años, se ofrecen antecedentes esclarecedores sobre el implicado, su vida y una cronología de lo sucedido la tarde del 10 de mayo de 1922. Cerca del mediodía, Ramírez pidió al chofer Victorino Luengo que lo trasladara hasta el río Ñuble junto a sus hijas Margarita y Delfina (gemelas, 10 años), María (7) y Raquel (5). Las niñas estaban al cuidado del padre ya que cinco años antes habían perdido a su madre, según figura inscrito en la lápida del mausoleo: Margarita Prunes, 1885-1917. Al llegar a su destino, Ramírez solicitó al chofer esperarlos mientras daban un paseo por el río, desde ahí se les perdió la huella.

Según consta (textualmente) en el acta del proceso: “una  vez en la orilla del río, entusiasmó a sus hijitas con la idea de bañarse junto con él, les hizo quitarse sus abrigos i sus zapatos i estando a la orilla del río las empujó hacia el agua, haciendo que las llevase la corriente; que él en seguida continuó con ellas dentro del río hasta que las vio desaparecer i después salió a la orilla i con una navaja de barba que había llevado se dio un corte en el brazo izquierdo a fin de causarse la muerte cortándose las arterias i que hecho esto perdió el conocimiento”. Así fue encontrado a orillas del río, completamente mojado y sangrando, siendo enviado de inmediato al Hospital (donde hoy se emplaza el Liceo Industrial), específicamente a la pieza nº 4 del Pensionado. En tanto, los cuerpos inertes de María y Raquel fueron hallados horas más tarde y, al cabo de cuatro días, los de la gemelas Margarita y Delfina.

Ramírez, agrega en su declaración que había tomado esta determinación días antes con la convicción de que no había otro camino para salvar a sus hijas de la miseria.

El 20 de septiembre de 1922 el reo fue trasladado desde la Cárcel (ubicada en el mismo emplazamiento actual) hasta el Hospital, con el fin de someterlo a peritajes siquiátricos. El informe presentado al juzgado el 10 de marzo de 1923, elaborado por los médicos Exequiel Rodríguez y José María Sepúlveda Bustos, concluyó que: “ha sido un acto perfectamente caracterizado de perturbación mental, la que hemos descrito y definido con el nombre de locura melancólica afectivo delirante. (…) Como consecuencia, no ha tenido inteligencia ni libertad en la ejecución del homicidio”. Con estos antecedentes más su irreprochable conducta anterior, finalmente el 19 de abril de 1923 el tribunal resolvió eximir de responsabilidad criminal a Francisco Ramírez Ham y dictaminó  enviarlo a la Casa de Orates de Santiago. 






Consultado al respecto, el siquiatra Rodrigo Arrau, aclara que el diagnóstico anterior corresponde hoy en día a una depresión mayor severa psicótica, que perfectamente pudo curarse con un tratamiento adecuado. Y todo indica que así sucedió, pues Francisco Ramírez Ham, sin haber cumplido un día de cárcel por sus cuatro crímenes, rehízo su vida en Santiago y contrajo nuevamente matrimonio en 1930. Según los archivos del Registro Civil, fijó domicilio en Las Condes, tuvo un empleo que le permitió recibir una jubilación y murió el 1 de febrero de 1967, a los 84 años, a causa de una bronconeumonía. Sus restos yacen en el Cementerio General de Santiago.      

Más allá de lo patrimonial y lo histórico, las historias que guarda el Cementerio de Chillán son un reflejo de nuestra sociedad: en la vida y en la muerte la segmentación por linaje está presente.


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